Aquel verano de taller literario, ya nadie escribe en el pupitre, ya nadie lee en alto, ya nadie nos corrige. Ahora es el ruido sordo de los mezcladores de sonido, de los cristales rotos y el suelo pegajoso, ahora la ciudad se vomita dentro, se bebe una noria de esqueléticas luces, con palabras clavadas en las barras y en las puertas de los retretes. Ya no vienen las palabras, ya no vienen. El taller literario es una sombra sentada sobre la bebida de algún vaso. Ya no suena John Coltrane. Ahora todo es como aquellos lugares a los que iba en ese trabajo de fin de semana -chica Winston Light-, que acepté durante todo un año para pagarme las clases. Éramos tres.
- Te juro que yo no puedo con esto, Sara – Le decía siempre a la otra promotora mientras repartía cigarros.
- Tú bájate la cremallera, no se te nota nada la falta de experiencia – ella me la bajaba y yo volvía a subirla.
Y él siempre gritando “Déjalas en paz o la vamos a tener… La vamos a tener”. Ya nadie contradice los faroles, ya no llegan las palabras, no hay razones, no hay razones.
Ya no queda nada de aquel verano de taller literario donde siempre venía Schopenhauer con nosotros al baño. Quizás era tu manera de cortarla con el carné, la nariz hundida en aquel tubito o los nervios, lo que a mi me hacía tanta gracia o, simplemente, tus palabras “La bestialidad es humana”, ¿una tiradita, rubia? Y yo siempre que no hasta que un día lo amargo y la lengua anestesiada. Entonces las tardes se extendían como las sábanas en una cama.
- Súbete a la burra, rubia, que te voy a dar una vuelta.
- Que no me llames rubia.
- Anda, sube en mi Rocinante – decías golpeando el asiento.
- Te pasas de original, llámala tristeza o prepotente, te pega más.
- Y a ti te encanta.
- Tus ganas.
Luego era tu casa, siempre tu casa porque la mía te olía a humedad y apenas había espacio para ambos, amén de los gatos que se colaban por la ventana de tus alergias. Y a mí me parecía que sólo tu cuarto era más grande que mi casa o que todo el barrio. Así era Dylan en tu equipo, con ese volumen de ruido de campo que llega a ningún oído, cuando me tocabas mucho la cara con tus manos o yo sentía la caricia del sol traspasar la cortina sobre sí misma, era Dylan. Eres una cría, eso me decías y siendo mayor de edad me hacías sentir como una niña. Son diez años de diferencia. También el color negro de las estanterías, con todos aquellos libros que parecían hilos verticales entretejiendo un espacio que jamás había estado vacío y su olor, tan distinto del olor a cocina de los míos. Me leía un trocito de Capote mientras te ibas a buscar algo de comer, cada vez un trocito. Tú lo sabías, siempre lo supiste todo.
- Te lo regalo - , me dijiste una vez.
- No quiero que me regales nada.
Ya no vienen los lápices del dos, ni el ruido de los afiladores que tanto molestaban, hay aquí botellas vacías muriendo sobre las mesas y la música se clava en los oídos como un punzón en una piedra de hielo. Las latas, encorvadas por una mano dura que pretende demostrar su fuerza doblando una hoja seca, caen a los pies de alguien que ni se entera. Ya no queda nada, sólo son los escombros del taller literario. Una ceguera nueva.
Y aquella tarde, entre eres una cría, se diluía el mecanismo de un beso. Más que por placer, por llevarte la contraria.
Ha venido no sé quién a mi casa, dijo que me buscó primero por el barrio, que alguien le dijo. Me habló de ti, de que la vida te había atropellado durante estos años y me entregó un folio doblado en cuatro; tuyo. Se fue rápido, con un abrazo. Y ahora están tus letras temblando en el papel, como una vez lo hiciste tú, en el hueco de mis manos.
Antes de leer recuerdo aquella frase que me dijiste cuando te hice saber que nunca se me ocurría nada que escribir, que no tenía esa capacidad en mi mente. La imaginación, rubia, la imaginación es como una máquina de probar suerte.
[La vida también, Carlos]
- Te juro que yo no puedo con esto, Sara – Le decía siempre a la otra promotora mientras repartía cigarros.
- Tú bájate la cremallera, no se te nota nada la falta de experiencia – ella me la bajaba y yo volvía a subirla.
Y él siempre gritando “Déjalas en paz o la vamos a tener… La vamos a tener”. Ya nadie contradice los faroles, ya no llegan las palabras, no hay razones, no hay razones.
Ya no queda nada de aquel verano de taller literario donde siempre venía Schopenhauer con nosotros al baño. Quizás era tu manera de cortarla con el carné, la nariz hundida en aquel tubito o los nervios, lo que a mi me hacía tanta gracia o, simplemente, tus palabras “La bestialidad es humana”, ¿una tiradita, rubia? Y yo siempre que no hasta que un día lo amargo y la lengua anestesiada. Entonces las tardes se extendían como las sábanas en una cama.
- Súbete a la burra, rubia, que te voy a dar una vuelta.
- Que no me llames rubia.
- Anda, sube en mi Rocinante – decías golpeando el asiento.
- Te pasas de original, llámala tristeza o prepotente, te pega más.
- Y a ti te encanta.
- Tus ganas.
Luego era tu casa, siempre tu casa porque la mía te olía a humedad y apenas había espacio para ambos, amén de los gatos que se colaban por la ventana de tus alergias. Y a mí me parecía que sólo tu cuarto era más grande que mi casa o que todo el barrio. Así era Dylan en tu equipo, con ese volumen de ruido de campo que llega a ningún oído, cuando me tocabas mucho la cara con tus manos o yo sentía la caricia del sol traspasar la cortina sobre sí misma, era Dylan. Eres una cría, eso me decías y siendo mayor de edad me hacías sentir como una niña. Son diez años de diferencia. También el color negro de las estanterías, con todos aquellos libros que parecían hilos verticales entretejiendo un espacio que jamás había estado vacío y su olor, tan distinto del olor a cocina de los míos. Me leía un trocito de Capote mientras te ibas a buscar algo de comer, cada vez un trocito. Tú lo sabías, siempre lo supiste todo.
- Te lo regalo - , me dijiste una vez.
- No quiero que me regales nada.
Ya no vienen los lápices del dos, ni el ruido de los afiladores que tanto molestaban, hay aquí botellas vacías muriendo sobre las mesas y la música se clava en los oídos como un punzón en una piedra de hielo. Las latas, encorvadas por una mano dura que pretende demostrar su fuerza doblando una hoja seca, caen a los pies de alguien que ni se entera. Ya no queda nada, sólo son los escombros del taller literario. Una ceguera nueva.
Y aquella tarde, entre eres una cría, se diluía el mecanismo de un beso. Más que por placer, por llevarte la contraria.
Ha venido no sé quién a mi casa, dijo que me buscó primero por el barrio, que alguien le dijo. Me habló de ti, de que la vida te había atropellado durante estos años y me entregó un folio doblado en cuatro; tuyo. Se fue rápido, con un abrazo. Y ahora están tus letras temblando en el papel, como una vez lo hiciste tú, en el hueco de mis manos.
Antes de leer recuerdo aquella frase que me dijiste cuando te hice saber que nunca se me ocurría nada que escribir, que no tenía esa capacidad en mi mente. La imaginación, rubia, la imaginación es como una máquina de probar suerte.
[La vida también, Carlos]
8 comentarios:
"la imaginación", tu imaginación un dia te llevará a un libro tuyo que leeran en algun taller aun por construir....un beso querida niña.
Paciente 24, qué bien escribes!!!! Qué maravillosa manera de describir como unas letras escritas en un folio, te pueden arrastrar a la nostalgia. Me ha encantado...
Un abrazo!!!!
"Para vivir fuera de la ley hay que ser honesto".
Bob Dylan
Permíteme que te llame rubia, una rubia empática y extrardionariamente cutánea.
¡Que bien escribes, joía!
He vuelto, o revuelto, no se. Te debo un café.
Labelia
Tu nostalgia duele o más bien pica, sí más bien. Y cuesta creer que alguna vez tuvieras dificultades para escribir soñando o al revés, ficción?
Un saludo
Bettyylavida
¿No es todo ficción?
Eso no lo fue, en aquel momento no. Ahora creo que es diferente –otra cosa son las buenas ideas-.
Gracias porque te cueste creer.
Un placer que vengas, un placer si vienes.
¿Es la fortuna tan ciega como la justicia? ¿Merece la pena arriesgarse? Son preguntas que probablemente sólo podemos respondernos al final.
Una vez más, encantado de leerte.
Saludos.
Argonauta:
Ahora mismo respondería que sí a ambas preguntas, sólo por saber que al final podría cambiar la respuesta.
Encantada de que vengas.
Un saludo enorme como una ola del mediterráneo.
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